Una psicóloga con ansiedad cuenta su testimonio: “No fui capaz de aplicarme mis consejos”

Iria Reguera es una psicóloga que sufre ansiedad. “Me lo podía esperar de otra persona, pero no de ti”, le contestó una amiga cuando se lo contó. Se lo dijo con buenas intenciones, reivindicando su fortaleza y su profesión, pero la ansiedad no funciona así. Puede afectar a cualquier persona, al igual que tantas otras enfermedades. “Pensar que un psicólogo no puede sufrir ansiedad es como asumir que un médico no se resfría”, dice Reguera, que atiende a Verne por teléfono. En esa idea incide en su post que circula estos días por internet, Soy psicóloga y sufro ansiedad (puedes leer el texto íntegro más abajo).

Su post ha llegado al agregador de noticias Menéame y ha sido compartido por muchos usuarios en Facebook y en Twitter. Esta bilbaína de 30 años relata cómo ha sido su vida con trastornos de ansiedad durante los últimos dos años. “Si no la has sufrido, no sabes lo que es. Y esa es una de las partes más frustrantes para amigos y familiares, que no saben cómo ayudarte”, añade.

Además de lidiar con los mareos, el cansancio y los problemas para dormir, síntomas habituales de la ansiedad, Reguera también ha sufrido un punto de incomprensión por la profesión que ejerce. “A la gente le cuesta entender qué te pasa. Muchos piensan que por ser psicóloga tienes todas las respuestas, pero las cosas no son así. Yo he necesitado terapia y a profesionales que me digan que esto es normal, que me digan que no estoy loca”, añade. Este es su post completo, publicado en el blog colaborativo de psicología científica Rasgo Latente.

Soy psicóloga y sufro ansiedad

IRIA REGUERA

Soy psicóloga y sufro ansiedad, sí.
El 11 de septiembre del pasado año sufrí mi primer ataque de pánico. En su momento no tuve claro qué me estaba pasando. Ahora sí. Pero empecemos por el principio. Era un día normal. No me encontraba peor que otros días. Es más, era uno de los mejores momentos de ese año, todo estaba tan bien como podía estar. Sin embargo, esa mañana, mientras trabajaba, me tomé un café –el segundo de la mañana– como muchos otros días. Al terminar la taza comencé a sentir mareo, dificultades para respirar, opresión en el pecho, taquicardia, sudoración en las manos, temor a desmayarme, a estar sufriendo un derrame cerebral, un ataque al corazón… Terror. Miedo a morirme. Todo ello acompañado por el temor a desmayarme en público, a, en definitiva, perder el control de mí misma y de mi cuerpo. El café no fue el culpable, claro. Tan solo fue el detonante de algo mucho más profundo que llevaba meses , incluso años, gestándose.
Piense en seis personas de su entorno. Manténgalas en su memoria. Ahora considere que, según las estimaciones disponibles, una de esas seis personas sufrirá en algún momento de su vida un trastorno de ansiedad: ataques de pánico, agorafobia, fobias específicas, fobia social, trastorno de ansiedad generalizada, trastorno de estrés post-traumático, trastorno por estrés agudo, trastorno obsesivo-compulsivo o trastorno de ansiedad no especificado. Con este post no pretendo dar claves para superar un trastorno de este tipo ni voy a ofrecer recetas mágicas. Mi pretensión es más modesta: ayudar a normalizar un trastorno que nos puede afectar a todos, bien sea directamente o a personas cercanas. Y dentro de ese ‘todos’, claro, no estamos excluídos los profesionales de la salud mental.
Y es que sí, soy psicóloga y he sufrido (sufro) un trastorno de ansiedad. En principio mi formación no debería ser relevante en esto, pero quizás sorprenda que una de las frases que más he escuchado estos últimos meses haya sido “¿tienes ansiedad siendo psicóloga?”. Cuando tenía ánimo para responder mi respuesta era “pensar que un psicólogo no puede padecer algún tipo de problema de salud mental es como pensar que un médico no puede resfriarse”. Ni los psicólogos, ni ningún otro profesional, estamos exentos de sufrir problemas de salud. En mi caso, descubrí que tampoco parecía tener más herramientas que el común de los mortales para hacer frente a este trastorno.
Hace unos años una amiga muy cercana comenzó a sufrir problemas de ansiedad. Yo me permití el lujo de darle algunos consejos –que acudiera a un profesional de la salud mental, que realizara técnicas de relajación, etc.–, pero cuando me llegó el turno a mí no fui capaz de aplicarme ninguno de esos consejos. Y es que, ya lo dicen, “en casa de herrero, cuchillo de palo”.
Mentiría si dijera que el primer ataque de pánico fue el comienzo de mis problemas de ansiedad, así como tampoco fue la peor parte de todo este proceso. Todo comenzó hace aproximadamente dos años. Al principio la ansiedad se presentó con síntomas leves: noches aisladas y alejadas en el tiempo en las que los síntomas físicos eran la dificultad para quedarme dormida, la sensación de tener la mandíbula rígida y dificultad para tragar. Sin embargo, había otro tipo de síntomas que me angustiaban más: me sentía mareada y me daba miedo quedarme dormida, por si me daba algún tipo de ataque, un derrame, un ictus, y me moría durante la noche sin enterarme. Temía dormirme y no volver a despertarme. La angustia y el miedo me mantenían en vela hasta que me dormía de puro cansancio.
No me costó darme cuenta de que eran síntomas de ansiedad. No, lo supe muy pronto, seguramente debido a mi formación personal, pero eso no hizo que le diera la importancia que merecía. Por una parte, no quería aceptar que era posible que tuviera un problema de este tipo y, por otra, creí que sería algo temporal y podría controlarlo yo sola. Ese fue mi primer error.
Esta situación se extendió durante meses: una época en la que estuve sin trabajo y tenía dificultades para encontrarlo, otra época en la que sufrí un desengaño sentimental, etc. Mi malestar, las noches en vela y los mareos que no sabía de dónde venían justo después de consumir cosas excitantes (café, coca-cola, etc.) empeoraron ligeramente con el diagnóstico y avance de la enfermedad terminal de una de las personas más importantes de mi vida. Siempre he sido una persona muy sensible; mi familia y amigos se ríen de mí porque lloro por todo. Sin embargo, durante toda su enfermedad, y después de su muerte, no fui capaz de llorar. Estaba completamente bloqueada y no era capaz de explicar las emociones ni de aceptar lo ocurrido.
Localizar la causa de lo que nos ocurre no resulta fácil. Muchas veces no hay una sola ni tenemos modo de encontrarla, pero yo creo esta situación fue la gota que colmó el vaso. Mi miedo a morir yo, o alguna de las personas que quiero, se incrementó y aparecía en los momentos más inesperados y de la forma más variopinta. Cuando menos lo esperaba, el miedo me atacaba y me dejaba helada y paralizada. Todavía hoy no sé cómo explicar la sensación de frío en el estómago, como si perdiera toda la sangre de golpe. Recuerdo una ocasión en la que iba por la calle calzada con unos tacones altos. Comencé a pensar que podía tropezarme, no mantener el equilibrio, caerme y abrirme la cabeza contra el suelo. No era tan solo el pensamiento de que pudiera ocurrir, sino miedo real, que me paralizaba, me provocaba taquicardia y me daba ganas de volver a mi casa lo más rápido posible para volver a sentirme segura.
Algunas situaciones cotidianas, como coger el tren, comenzaron a preocuparme por el riesgo a sufrir un accidente. Dejé de leer periódicos o ver las noticias porque cada noticia sobre accidentes o fallecimientos inesperados me angustiaba pensando que podía pasarme a mí también. Estos pensamientos se presentaban con un temor intenso, sudoración de las manos y algo de taquicardia. Además, en esa época, comencé a sufrir cada vez más dificultades para dormir.
En cualquier caso, esos momentos eran breves y cuando me distraía era capaz de olvidarlos, por lo que, aunque me preocupó lo suficiente como para comentarle la situación a mi familia, tampoco busqué ayuda profesional. Me limité a tomar tilas para intentar dormir mejor y esperé a que se me pasara por sí solo. Segundo –y más grave– error.
Esa situación se mantuvo durante algo más de un mes. Después de eso pasé por un periodo breve en el que me sentía bien, conseguía dormir con facilidad y no me acosaban los pensamientos catastrofistas. El periodo fue muy breve, pero yo me confié, y asumí que lo que fuera que me pasaba ya estaba solucionado y que, aunque me lo había llegado a plantear, ya no necesitaba ayuda profesional.
Pocas semanas después tuve el primer ataque de pánico.
Ahora, mientras lo escribo, me pregunto cómo no fui capaz de darme cuenta de lo grave de la situación y de cuánta ayuda necesitaba, pero no lo fui, y ser psicóloga no lo facilitó.
El mismo día del primer ataque de pánico, movida por el miedo intenso y la angustia incontrolable que sentí, localicé a una psicóloga con una formación que me convenció y solicité una cita para tres días después. Sufrir esa situación y verme absolutamente sobrepasada me hizo entender que necesitaba ayuda y que yo sola no podía controlarlo. El miedo a no superar la situación nunca por mí misma fue lo que me movió al fin. No quería, no podía volver a pasar por algo así.
Además de buscar ayuda psicológica acudí a mi médico de cabecera, derivada desde el servicio de Urgencias en el que acabé después de dicho primer ataque donde hicieron uso del Lorazepam para controlar mi ataque. Ella me propuso un tratamiento farmacológico que en un principio no quise seguir.
Dos días después del primer ataque de pánico sufrí el segundo estando en casa. A pesar de saber lo que me estaba pasando y que ya me había ocurrido antes sin mayores consecuencias no fui capaz de manejarlo y, de nuevo, tuve que recurrir al Lorazepam ya que el miedo me sobrepasaba y todavía no tenía las herramientas necesarias para sobrellevarlo sin ayuda de fármacos.
Lo peor no eran los ataques de pánico sino el estado general en el que me encontré cada día después de ese segundo ataque. Estaba constantemente mareada, como si fuera en un barco o el suelo fuera completamente irregular. Estaba desconcentrada, cansada, incapaz de prestar atención, constantemente pendiente de mi estado, asustada de volver a sufrir otro ataque. El miedo no daba tregua. Miedo y angustia. No era capaz de prestar atención a la gente que tenía alrededor. Salía con mis amigas o mis familiares y no era capaz de seguir sus conversaciones porque el malestar y el miedo apenas me dejaban salir de mí misma. He olvidado conversaciones y situaciones enteras de aquellos meses. Y no es que no recordara exactamente las conversaciones, pero me sonaran, sino que no recuerdo que hayan ocurrido en absoluto. He olvidado haber visto películas, haber escuchado canciones, etc., totalmente por completo. Durante meses he estado mirando hacia mí misma a la espera de una parte oscura que me acechaba.
Y dentro de mí los pensamientos recurrentes. Me atacaban y no era capaz de controlarlos. Todos relacionados con la muerte o con accidentes, con cuándo y cómo iba a morir, con que todos mis familiares y seres queridos un día ya no estarían y no sabía cuándo sería la ultima vez que los vería. Imaginad la angustia de que ver a tus seres queridos dispare el pensamiento de si esa será la última vez que los vas a ver. Llegué a un extremo en el que me cruzaba con gente por la calle y solo pensaba en los años que esas personas habían vivido. Calculaba la edad que debían tener y pensaba que si ellos habían llegado a esas edad igual yo también era capaz. Pensaba una y otra vez en el momento en el que me llegara la hora de morir. Temía envejecer porque me acercaba a la muerte. Me preguntaba cómo sería, si sentiría miedo o al ser mayor ya no lo tendría. Todos sabemos que algún día nosotros y las personas que queremos ya no vamos a estar, pero vivimos el día a día sin pensar en ello. Sin embargo, para mí era como si eso que yo siempre había sabido que estaba ahí de pronto alguien lo estuviera iluminando con un foco potentísimo y ya no fuera capaz de mirar otra cosa. La verdad es que temí no ser capaz de recuperarme nunca o caer en una depresión.
Durante las primeras semanas, ya lo he comentado, preferí no tomar demasiado Lorazepam a pesar de que mi médico me lo había recomendado. Profesionalmente siempre he defendido la combinación de psicoterapia y uso controlado de medicación, pero cuando me llegó el turno a mi caí en los mismos prejuicios que otras personas y temí engancharme, volverme tolerante y necesitar cada vez más, etc. Probé a tratarme únicamente con psicoterapia, pero la mayoría de las noches necesitaba media o una pastilla para conseguir dormir.
Las noches eran, sin duda, el peor momento. Llegaba a las nueve de la noche con una tensión altísima, temblaba incontroladamente y me faltaba el aire. Era como estar aterrorizada sin interrupción. Una vez, de vacaciones con mi pareja, me encontré en el coche temblando de miedo, sin que él pudiera hacer nada para consolarme y sin que hubiera pasado nada. La ansiedad y la sensación de pérdida de control van de la mano. El miedo me atenazaba, me impedía comer, me hacía temblar como si estuviera muerta de frío. Pensad en el miedo más intenso que hayáis sentido jamás e imaginad que dura horas o incluso días.
Finalmente, acepté el consejo de mi doctora de cabecera, a la que agradezco su buen hacer, ya que desde el primer momento me trató con respeto, seriedad y preocupación, y comencé a tomar algo de medicación — siempre bajo control e indicación médica — a media tarde para llegar a la noche más calmada. Dejar de sentir ese miedo tan intenso y constante gracias a la medicación me ayudó no solo a ser capaz de relajarme, sino a ser capaz de aprovechar la terapia mucho más y mejor, ya que al fin podía comenzar a concentrarme.
En cuanto a la psicoterapia, supuso un trabajo muy intenso y profundo. Comenzó por darme cuenta de que la ansiedad no sobrevino de pronto, sino que se debía a mis patrones de comportamiento, de manejo del estrés, de afrontación de problemas, de falta de autoestima, etc. Y que no todo se limitaba a las situaciones recientes, sino a todo un historial de necesidad de control, de falta de asertividad, de baja autoestima y de problemas de confianza en mis capacidades personales. Se debían a una personalidad catastrofista muy centrada en todo lo que podía salir mal. Las situaciones estresantes recientes lo único que habían hecho eran llevarme al límite.
El trabajo personal de autoconocimiento y de cambio que debí realizar el tiempo que duró la terapia no fue sencillo, tampoco exento de dolor, pero me sentí acompañada durante todo el camino por mi psicóloga, por mis familiares y por mis amigos, que desde el primer momento supieron lo que me estaba ocurriendo. Debí ser muy constante y poner toda mi fuerza de voluntad en esforzarme en aprovechar la terapia, llevar a cabo las propuestas que mi psicóloga me hacía y no rendirme aunque tardara en ver resultados. Además, hablar sobre mi situación con mis seres queridos fue de mucha ayuda ya que descubrí cuánta gente había pasado por ello, incluso dentro de mi familia más cercana, sin que yo lo supiera. El testimonio y apoyo de otras personas que habían recorrido un camino similar al mío resultó de gran ayuda. Me ayudó a ver que se podía salir de aquello y que no estaba sola.
Ha pasado casi un año y mi ansiedad no ha desaparecido ni ha terminado el trabajo personal que debo hacer cada día, pero ya no me domina, no me mantiene sin dormir cada noche y no me condiciona. Cada día es un esfuerzo para seguir cambiando y mejorando mis patrones de comportamiento y los pensamientos negativos que me sobrevienen, pero ahora tengo las herramientas necesarias y la motivación para hacerlo y sé, que si lo necesito, puedo volver a acudir a mi psicóloga. No he cambiado por completo mis antiguos hábitos, pero ahora soy consciente de lo que me hacía y hago a mí misma y eso me ayuda a ser capaz de pararme y buscar opciones diferentes. La terapia y el trabajo personal me han hecho consciente de múltiples actitudes y comportamientos evitativos que llevaba a cabo sin haberme dado cuenta nunca.
Como he dicho al principio, nadie está libre de sufrir cualquier tipo de enfermedad, independientemente de su profesión, pero los trastornos de ansiedad pueden mejorar y controlarse con ayuda profesional. En mi caso fue necesaria la ayuda de psicoterapia y medicación. Cada uno debe buscar la opción que mejor se ajuste a sus necesidades, pero siempre, siempre, siempre solicitar ayuda profesional. Se puede controlar, puedes no solo recuperar tu vida normal, sino mejorarla. Pero no puedes ni tienes por qué hacerlo solo, no importa si eres psicólogo, amo/a de casa o astronauta. Necesitamos ayuda y debemos buscarla tanto en nuestro centro médico de atención primaria, donde tu médico de cabecera valorará si tratarte él o derivarte al psiquiatra, como en un psicólogo especializado en trastornos de ansiedad. La página web del Colegio Oficial de Psicólogos de tu provincia puede ayudarte en dicha búsqueda.
Hablar con tus seres queridos u otras personas que hayan pasado por la misma situación que tú puede resultar de gran ayuda. Para mí lo fue.
No estás solo en esto y una vez que decidas pedir ayuda no volverás a estarlo nunca.

Este texto es la segunda versión que escribió Reguera. “La primera era mucho más técnica, intentando explicar con detalles los síntomas. La acabé descartando. Me costó mucho, pero decidí que quería ser lo más sincera posible. Es muy difícil explicar sensaciones tan subjetivas. Esto no es un dolor de pierna. Creo que mi sinceridad le ha llegado a la gente”, añade en su conversación con Verne.

“Muchas personas me han escrito para contarme que no entendían de verdad a sus amigos o familiares con ansiedad y que ahora les comprenden un poco mejor. También me han escrito personas de mi entorno, que me daban consejos sobre lo que debía hacer para superar la ansiedad, para decirme ahora que no sabían lo mal que estaba”, dice.

La bilbaína de 30 años espera que su post sirva para que las personas que sufren ansiedad busquen ayuda profesional cuanto antes: “A mí me costó, pese a que soy psicóloga y tenía más fácil identificar los síntomas. Pensar que es algo temporal resulta tentador, pero no es la actitud correcta”. Reguera no quiere decir lo he superado “para no bajar la guardia”, pero asegura que se encuentra “mucho mejor” gracias a la medicación y las sesiones de terapia que recibió.

Esta psicóloga vasca reconoce que sufrir ansiedad le puede ayudar a “entender mejor” a pacientes con los mismos síntomas, “pero cada caso es diferente”. Tan distinto como las personas que se han puesto en contacto con ella para agradecerle su post. “Cuando tienes otra enfermedad no tienes que explicar constantemente lo que te pasa. Con ansiedad, lo último que te apetece es detallar lo que te está haciendo sentirte fatal. Lo único que quieres es que te apoyen”, indica.

Una enfermedad común

La ansiedad es una enfermedad que afecta a muchas personas en todo el mundo. Según un estudio publicado por la Sociedad Internacional de trastornos afectivos, más del 10% de la población adulta en España ha sufrido al menos un ataque de ansiedad. Otros estudios, como a los que Reguera hace referencia en su post, elevan ese porcentaje al 16%.

 

Fuente: https://verne.elpais.com/verne/2017/07/07/articulo/1499426395_211305.html